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martes, 24 de mayo de 2022

La cocina como elemento del "nacionalismo banal" español (o de cualquier otro sitio del mundo)

Con texto tomado de la nota "Cómo España inventó su "nacionalismo banal"

Eric Storm, historiador de la Universidad de Leiden en los Países Bajos especializado en la historia de España de los siglos XIX y XX, identifica la influencia que detalles cotidianos como la gastronomía tuvieron en el nacimiento del "nacionalismo banal" español.

Banal por mundano o cotidiano, una expresión "fría" —frente al calor de las guerras o las revoluciones— que termina produciendo estereotipos nacionales. Como los "coches, productos lácteos, deportes, los toros, las tradiciones folklóricas o el turismo", en palabras del autor de 'La nacionalización de la esfera doméstica en España'.

Entre 1890 y 1930, los intelectuales comenzaron a preferir los platos españoles a los franceses o a pedir que se construyese según el estilo local

El término "nacionalismo banal" fue acuñado hace 25 años por el científico social Michael Billig en su libro del mismo título, que localizaba en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial el 'boom' de estas expresiones cotidianas de la nación. La bandera de las barras y estrellas colgando en los porches es nacionalismo banal, pero también lo es la bandera de Colón. Pedir un bocata de calamares en Londres es nacionalismo banal. Para Storm, fue durante la 'belle époque' española (que en su análisis reenmarca entre 1890 y 1930) cuando ese nacionalismo tomó cuerpo en símbolos culturales como la gastronomía y en la arquitectura, pero también en las razas de perros o en los azulejos de la cocina. Por eso parece tan natural que la generación del 98, a la que le dolía España pero recorrió Castilla fascinada por sus símbolos, fuese la que liderase una nacionalización de lo cotidiano que hoy damos por hecha pero que no siempre existió como tal. "En general siempre hay un principio, es decir una invención (de un nacionalista, un intelectual, un comerciante…)", recuerda Storm. "Pero lo típico del nacionalismo mundano es que no lo asociamos con alguna decisión concreta". Son más bien signos, símbolos y metáforas cotidianas que penetran en nuestros hábitos sin que sean puestos a prueba.

Una clase de nacionalismo que, para el historiador, se encuentra en ascendencia y que no solo ha salido indemne de la globalización, sino más bien reforzado. "El nacionalismo se manifestó primero, a principios del siglo XIX, en la alta cultura (pintura de historia, novelas, estatuas, panteones, libros de historia) y poco a poco se hizo banal, sobre todo por empresas ('branding', pero también ahora en telediarios (Billig da ejemplos como la mapa del tiempo), en programas de humor, etcétera", añade. "Creo que ya es casi omnipresente y no son especialmente conservadores o progresistas que lo favorecen, lo solemos hacer todos".

Estamos tan acostumbrados a que las cosas sean como son que no imaginamos otras posibilidades. Por ejemplo, que la gastronomía española tradicional no existiese tal y como la conocemos hasta hace relativamente poco. Por supuesto, existían preparaciones e ingredientes locales, pero tuvo que llegar el nacionalismo banal para que se estableciese una alternativa a los platos franceses que por aquel entonces arrasaban en todo el mundo. Eso, y Emilia Pardo Bazán, que en 1913 publicó 'La cocina española antigua' y 'La cocina española moderna' que, como recuerda Storm, al no identificar regionalmente la procedencia de cada receta, "construyeron una nueva gastronomía nacional".

Lamentaban que el rey se decantase por platos franceses y no por la olla podrida, antepasado del cocido que representaba mejor a la nación española.
Storm recuerda que las grandes brechas alimenticias durante mucho tiempo fueron sociales, no geográficas: si eras pobre comías lo que tenías a mano, y si no, podías degustar el estereotipo de cocina francesa que se impuso desde mediados del siglo XVII. Fue la introducción del tren o del barco de vapor lo que permitió tomar conciencia de las diferencias gastronómicas entre regiones. No fue hasta finales del siglo XIX cuando se comenzaron a alzar en España las primeras voces contra la hegemonía de la cocina francesa. Mariano Pardo de Figueroa, por ejemplo, lamentaba que el rey presentase los menús de palacio en francés macarrónico y que no sirviese la "olla podrida", un guiso con alubias y embutidos, el plato nacional español por aquel entonces que terminaría derivando en nuestro cocido.

A medida que el siglo XX avanzaba, cada vez más intelectuales comenzaron a reivindicar la existencia de una gastronomía propia y nacional. La 'Guía del buen comer español' de Dioniso Pérez comenzaba a clasificar los platos por región, al mismo tiempo que recordaba que la gastronomía española había recuperado el lustre que tuvo siglos atrás gracias a la influencia árabe y las importaciones de la América conquistada. Los términos "bacalao a la vizcaína", "callos a la andaluza", "mantecadas de Astorga" o "queso de Cabrales" comenzaron a popularizarse entonces. ¿Y Madrid? Madrid era, para Pérez, "el crisol donde lo que denominamos la 'cocina nacional' se fundó, forjó y unificó". En realidad, más bien una "cocina de Castilla La Nueva".

El movimiento intelectual para reivindicar las preparaciones y los productos españoles fue bien acogido especialmente entre las amas de casa de clase media, que formaban el grueso de la demanda del nuevo subgénero de recetas españolas. Fue entonces cuando nacieron las denominaciones de origen bajo la dictadura de Miguel Primo de Rivera que, empezando por los vinos de Rioja, permitían proteger y diferenciar los productos de cada región. Al final, el nacionalismo banal termina siendo tanto una buena herramienta de ‘marketing’ como un arma de identificación nacional en momentos de desmoralización. "Sobre todo en comida, el nacionalismo banal sigue siendo muy fuerte, y a veces se inventa adrede (la compañía Guinness está detrás de los pubs irlandeses); el gobierno tailandés ayudó activamente con menús estandarizados, préstamos y decoración a propagar los restaurantes tailandeses por el mundo”, recuerda Storm. "En el fondo el nacionalismo banal hace que la identificación con la nación sea fuerte, porque se recompone cada día, y en casos de crisis puede ser activado fácilmente (haciéndolo caliente)".

Algo parecido ocurrió con la arquitectura. El escritor y diplomático Ángel Ganivet propuso "una prima a los que construyan edificios de estilo local" en Granada, por ejemplo. Lo que en la gastronomía era el cocido, en la arquitectura lo era el patio andaluz, y Ganivet veía horrorizado cómo las "casas de pisos" y los portales lo habían sustituido. ¡anatema! "Cada país tiene un estilo arquitectónico propio que se descubre en las construcciones pobres, en las que lo natural está poco transformado por el arte", recordaba.

La demanda de platos españoles y arquitectura regionialista venía de las clases urbanas media y alta, que eran las únicas que se los podían permitir

A Azorín (José Martínez Ruiz escritor español perteneciente a la generación del 98) tampoco le convencían las nuevas tendencias, como recuerda Storm, y pensaba que "en los pueblos no debían construirse 'calles anchas y rectas', ni 'viviendas presuntuosas y llamativas' que imitan 'los edificios fastuosos de los grandes capitales'". Paradójicamente, esta fijación por lo rural y lo pobre —que no siempre es así en otros países, añade el historiador, citando el caso de la moda italiana o el automovilismo alemán— era propia de la clase alta: "Está claro que la demanda rápidamente creciente por platos españoles y una arquitectura regionalista venía sobre todo de las clases media y alta urbanas. Eran los únicos que podían permitirse una casa neovernacular, un perro de pedigrí español, comprar muebles españoles fabricados a manos, utilizar libros de cocina y elegir entre comida francesa o española. Eso era impensable para la mayoría de españoles pobres". No hay mejor definición de la arquitectura nacionalista banal española que la cocina de las casas rurales. Basta con leer la descripción que rescata Storm de un artículo de 1926 para imaginar al menos un par de ejemplos cercanos: "Es obvio que el autor opinaba que una cocina acogedora decorada según las tradiciones seculares de la patria, con azulejos y muebles tradicionales, con cazos de cobre y platos de barro, estimularía la vida familiar y de esta manera podía contribuir a la rectitud moral de todos sus miembros en beneficio de la patria entera". La importancia de este espacio no es únicamente cultural, sino también moral: como puede ocurrir con un plato de puchero, la cocina donde se reúne la familia recoge los principios morales del nacionalismo español en esa línea que unía "la arquitectura regionalista, la moralidad personal, la vida familiar ‘tradicional’ y la grandeza de la patria".

Otros ejemplos semejantes pueden encontrarse en los perros o en el turismo. ¿En los perros? Mientras que en otros países como Reino Unido promocionaban su Yorkshire o los alemanes su pastor, España, que nunca se había distinguido por sus razas, comenzó a promover las nacionales, como el mastín español, el pointer de Burgos o el sabueso andaluz. El turismo tomó su nueva forma a través de la creación de la red de paradores que tanta fama tendrían durante el franquismo, o la creación del Patronato Nacional. Lo hicieron, eso sí, según el estilo nacional: "Para sumergir por completo al turista en una atmósfera española, los muebles y la decoración también eran de procedencia regional e incluso se vistió al personal con trajes tradicionales. Hasta la comida era casera, en el parador de Gredos incluso la preparaba una cocinera pueblerina, quien se suponía conocía mejor que los chefs profesionales las tradiciones locales". Todo es susceptible de ser nacionalizado, incluso el hogar donde los españoles viven. A día de hoy aún encontramos vestigios en nuestros hogares, siempre y cuando no hayan sido devorados por la homogeneización sueca. No siempre estuvieron ahí. Como concluye Storm, "aunque estos intelectuales y profesionales nacionalistas defendiesen que estaban difundiendo prácticas y formas firmemente enraizadas entre los españoles —básicamente, la clase media rural—, de hecho construyeron algo nuevo. Cuando empezaron, sus interpretaciones eran percibidas como algo nuevo e innovador, pero con el tiempo se dieron por hechas". Hasta la sevillana de encima del televisor se le tuvo que ocurrir a alguien.

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