octubre 11, 2014
Haciendo lo que ellos llaman “arqueología alimentaria”, Oriana Pardo y José Luis Pizarro se han dedicado a investigar las plantas que comían los pueblos originarios chilenos, revelando que contaban con una despensa bien surtida, y con muchas especies que se han perdido o corren peligro de desaparecer.
Restos de maíz y porotos encontrados en contextos arqueológicos. |
De esto y otras hierbas han escrito la nutricionista Oriana Pardo y el ingeniero agrónomo José Luis Pizarro en su libro Chile: plantas Alimentarias Prehispánicas, una recopilación de 361 especies señaladas como comestibles en escritos de cronistas, estudios arqueológicos y etnobotánicos. Este es el cuarto libro sobre esta materia que publican y revela que la dieta de los antiguos estaba lejos de ser pobre.
Ciudad del Rey Felipe fue el nombre del primer asentamiento europeo en el estrecho de Magallanes, establecido en 1584. Tres años después sería rebautizada como Puerto del Hambre, luego de que los 300 colonos que vivían ahí murieran de inanición. Según José Luis, “los europeos no pudieron instalarse en Magallanes hasta entrado el siglo XX, pues no tenían tecnología para vivir en ese medio”. Sin embargo, cuenta Oriana, los mismos pueblos a los que venían a conquistar y a los que denominaban “salvajes”, subsistían en esas mismas condiciones ambientales.
Durante mucho tiempo se sostuvo que la agricultura en el centro sur de Chile, antes de la llegada de los incas, era rudimentaria. En realidad, hay numerosos investigadores, entre los cuales destaca Ricardo Latchman, quienes afirmaron tempranamente que hubo un importante desarrollo de cultivos, agricultura y sistemas de riego, no sólo entre los pueblos del norte, sino también en los del centro sur de Chile, lo que contribuyó a que contaran con un abastecimiento razonablemente estable de granos, cereales y tubérculos, además de frutas, verduras y hongos.
Oriana y José Luis observan además que aunque nuestra dieta ha variado significativamente desde entonces, hay preferencias atávicas, que se reencuentran en nuestras costumbres, como el gusto por el dulce en una época en que no existía el azúcar. “Se preparaba arrope de chañar y de algarrobo utilizando el fruto de estos árboles. También se obtenía miel de la savia de la palma chilena”. Entre los niños, “el gusto por los dulces se observaba porque ellos conocían las flores de las que podía chupar el néctar”, señala José Luis.
La celebración en torno a la comida no es cosa de este siglo. Siempre estuvo presente en las grandes ocasiones de la vida comunitaria de todos los pueblos originarios, como las ceremonias rituales y ritos de pasaje, iniciación de machis, entre otras. Las celebraciones en torno a las cosechas estaban acompañadas de una ceremonia en la que se agradecía a la tierra por los frutos obtenidos y se festejaba el fin del ciclo agrario. Cuentan los autores: “A la cosecha de frutos como pehuenes y algarrobos, e incluso a la recolección de cochayuyo, partían las familias completas”. Las expediciones se aprovisionaban de otras vituallas como leña y plantas medicinales. El término de las faenas concluía con una comida y una gran fiesta colectiva de agradecimiento por los frutos obtenidos.
Al volverse sedentarios, los pueblos prehispánicos desarrollaron técnicas para conservar los alimentos e intercambiar los productos, lo que permitió mejorar y variar su dieta. Por ejemplo, “los changos de la costa del norte, obtenían aceite de lobo, pescado y algas deshidratadas, que intercambiaban con productos del interior, como maíz, ají y hojas de coca. Los atacameños fueron grandes comerciantes, con sus rebaños de llamas iban hasta la vertiente oriental de la cordillera, donde obtenían hojas de coca y volvía con éste y otros productos”.
Terrazas de cultivo en el norte de Chile. |
Así llegaron, además, frutas mediterráneas y el olivo, que desplazó el cultivo de madia sativa, planta con la que se preparaba aceite. Como escribe el Padre Ovalle, citado en el libro, “se llama madi, y es de muy buen sabor, aunque ya se saca muy poco porque el de olivas ha llenado la tierra”.
Los españoles, en general, no apreciaron y se mostraron cautos a la hora de alimentarse con plantas locales. Dado que desconocían las preparaciones y les costó acostumbrarse a los sabores, los alimentos prehispánicos comenzaron a desaparecer de la mesa criolla, a medida que los introducidos se extendían. Los porotos, por ejemplo, eran, según el cronista jesuita del siglo XVII Bernabé Cobo: “tenidos por los más groseros y ordinarios, no los comen sino los indios y gente de servicios”.
De esta manera, muchos alimentos fueron quedando debajo de la mesa. “Casi se extinguió la quínoa del sur, distinta a la que se cultiva en el altiplano nortino”, explica José Luis, cuyos granos, de acuerdo a las crónica constituían, junto al maíz, el mango y la papa, un elemento central de la alimentación entre los pueblos prehispánicos de Chile.
¿Cómo logran saber estos investigadores que una especie fue consumida por los pueblos prehispánicos de Chile? Para averiguarlo la pareja utilizó las descripciones que hacían los cronistas de las plantas y los almacenes: “Jerónimo de Vivar -por ejemplo- cuando llegaba a un lugar, escribe sobre lo que se come en ese pueblo y los depósitos donde guardan sus alimentos, lo que permite formarse una idea de las plantas de que se alimentaban”, explica Oriana. Indican que una de las dificultades que tuvieron fue identificar las especies de estos escritos, en una época en que no existía la botánica como la conocemos hoy. También se basaron en estudios arqueológicos y botánicos. A esto se sumó el trabajo en terreno: pasaron varios años recorriendo desde Visviri a la Isla de Navarino, observando el campo, entrevistando a los locales y visitando mercados y bibliotecas. “Muchas veces las plantas silvestres que se comen hoy día son las mismas que se consumieron antes, por lo que estas visitas aportan mucha información”, agregan.
Estiman los autores que uno de los aportes de su investigación es el rescate de las denominaciones nativas de las plantas. En muchos casos, “al llegar los españoles, estos eran guiados por intérpretes de lengua madre quechua, por lo que aplicaron a las especies que encontraron el nombre en esta lengua, en vez de la denominación local”. Por ejemplo, hoy decimos “papa”, denominación quechua, en vez de “poñu”, el nombre en mapudungun. Otro tanto sucede con el cochayuyo, también quechua. Para el maíz se popularizó “choclo”, nombre en esta misma lengua para la mazorca en estado tierno, mientras se perdieron los nombres de numerosas variedades adaptadas al clima que existían en toda América y en Chile hasta Chiloé.
Después de años de investigación, a Oriana, sobre todo, le preocupa la falta de valoración que los chilenos todavía les damos a nuestros productos. “Cuando revisas los libros de gastronomía peruana, que hay muchos, todo lo que existe es señalado como peruano. Pero cuando vas y lo estudias, te das cuenta de que muchas de las especies mencionadas también son chilenas. De hecho, las plantas no tienen pasaporte”.
Considera que parte del valor de su trabajo es que “no solo contribuye a conocer las plantas, sino permite abrir nuevos espacios para el cultivo”. Actualmente, explican, hay muchas especies comestibles que son cosechadas en estado silvestre y como “quienes las comercializan no están preocupados de replantar”, no está garantizada su preservación y podrían perderse. Un ejemplo de esto es la puya o chagual, de la cual se consume el brote terminal de la planta. Al cortar el brote, la planta muere. “Estos brotes son muy apreciados y se venden en los mercados y su consumo ha sido señalado como una gran amenaza”, indica José Luis. Otro caso es la palma chilena “cuya tala está totalmente prohibida, pero de la cual sobreviven unos 124 mil ejemplares, o sea apenas el 2% de los 5 millones que existían a la llegada de los europeos”. Aunque el peligro de extinción no está dado sólo por el consumo, son numerosas las especies de frutos comestibles que están en una condición crítica, como el algarrobo chileno, el keule, el papayo silvestre, el fruto de la pasión, entre otras.
Por eso ambos hacen un llamado: “Si se quiere recuperar el empleo de alguna de las especies en peligro, se debe optar por el cultivo antes que por extracción predatoria”.
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