En la vieja Buenos Aires no había una sola forma de comer. Las clases altas comían muy diferente de las clases bajas y tampoco se comía igual en la época del virreinato que después de la revolución de mayo.
Para principios de siglo XIX la fuerte influencia española se hacia sentir en las costumbres de la población de la pequeña aldea. Como dice el saber popular “somos lo que comemos”, la identidad argentina se va forjando también a través de su cocina.
Según Víctor Hugo Ducrot, periodista y autor de varios libros sobre la historia gastronómica argentina, dice que ”nuestra cocina, es hija de la pobreza”.
En los pequeños centros urbanos, se comía cotidianamente, “la olla podrida” (muchas veces la carne se hervía para quitarle el mal olor, producto de la falta de frío) lo que nosotros llamamos hoy “puchero”: una mezcla de carne hervida (de vaca o ave) con choclo, zapallo, papa, cebolla, acelga y otras verduras de las quintas, que cultivaban los negros sirvientes, en el tercer patio de las casas mas pudientes.
En las zonas más rurales, y hacia el norte, se consumía el locro, potaje compuesto por cebollas, maíz, zapallo, carne de cerdo, de vaca (o lo que hubiere) hervido a leña por largas horas, en marmitas de hierro. También gustaban la carbonada y las sabrosas empanadas, tucumanas o salteñas.
En la zona del norte andina, comían quinoa (cereal cultivado por el inca) maíz, papa, guisados con cabras, llama o guanaco (cuando no lo usaban para lana o carga). También vinos de Mendoza y San Juan, quesillos, aceitunas y frutas, brevas, pelones, duraznos orejones, peras sandías, amaranto, habas, cebada, y cordero, que si bien no eran productos típicos de la región, llegaron allí producto de los viajes y comercio de los españoles.
En la zona mesopotámica y litoral, la dieta era un poco mas variada incluía, pescados (dorado, surubí, pacú, corvina etc.) frutas subtropicales, (palmitos, guayaba, mamón), mandioca, cítricos, maíz y carnes autóctonas (vizcachas, perdices, gallaretas, entre otras). Y sobretodo, el uso de la yerba mate, bebida emblemática de los argentinos.
Tenemos que aclarar y esto es muy importante, que el comer y el beber en el Buenos Aires Virreinal dependía, en gran medida, de la clase social a la que se pertenecía.
Los pobladores negros (el bajo pueblo) que trabajaban en el Virreinato, sólo comían lo que los criollos descartaban, cuenta Esteban Echeverría en “El matadero”:
…”Las negras llevaban arrastrando las entrañas de un animal, allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera cuatrocientas negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno, los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero, había dejado en la tripa, como rezagos, al paso que otras, vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones, para depositar en ellas luego de secas, la achura” …
Estas esclavas negras acondicionaban estas achuras con sabores, garbanzos, habas, porotos, ajos y cebollas que cosechaban en las quintas, aromatizadas con romero, perejil, orégano y otras hierbas, surgiendo así el guiso de mondongo, chorizos, morcillas, salchichas, mollejas, etc. que cocinaban por largas horas en los fogones.
En las clases altas, Mariquita Sánchez de Thompson, en Recuerdos del Buenos Aires Virreinal nos cuenta que la gente de esa época vivía de modo muy sencillo:
…“En cada casa había uno o dos esclavos dedicados sólo a la cocina puesto que se los había enviado a aprender el oficio de cocinero a lo de monsieur Ramón. Esa casa no era una fonda, ni siquiera un comercio a la calle; allí preparaban comidas por encargo y servían en las casas si querían dar alguna cena o comida. El traía todo lo preciso de su casa y criados para servir. En esta casa mandaban a aprender a los esclavos, le pagaban un tanto y él los tenía uno o dos años hasta entregarlos cocineros”…
José Antonio Wilde recuerda: …”que en el centro del comedor de su casa infantil, había una larga y angosta mesa de pino, muchas veces en lugar de sillas un par de bancos colocados a los costados y una silla en cada extremo de la cabecera, asiento de preferencia que se cedía al huésped. La mesa cubierta con un blanco mantel de algodón (algunos sostenían que debía estar manchado para que se reconociese que era un mantel) no había bandeja para el pan, ni salseras, ni lujosas vajillas. Solo un numero suficiente de platos el vino (carlon casi siempre) se ponía en la mesa en una botella negra y se tomaba en vaso”.
Pensemos porqué estas personas de inmensa riqueza en la época, no tenían un servicio de comedor a la medida de su fortuna.
La razón es que el sistema monopólico del comercio colonial impedía la entrada de manufacturas no españolas y, si llegaban, era sólo una o dos veces al año, gracias a que algún navío oficial español tuviera autorización para bajar hasta el Río de la Plata, o bien haber recorrido por tierra el trayecto México-Buenos Aires y lograra ingresar por la aduana seca de Córdoba.
Habitualmente según decía la gente “lo mejor quedaba en el camino”. En el virreinato las industrias eran pocas y pobres, sólo algunas prosperaban como la del vino y aguardiente de la zona de Cuyo y las tejedurías de mantas rusticas de Córdoba.
Mariquita cuenta… “La vida era muy triste y monótona. Con el dinero no se podía tener ni aún lo preciso, de modo que las gentes se veían en la necesidad de prestarse unos a otros. Es cierto que había muchas piezas de plata labrada, pero esta era indispensable, porque la loza era muy cara y muy escasa. Aún en la casa del virrey, que aquí era un rey chiquito, el día que había una gran comida o recepción, venía el mayordomo con gran reserva, a las casas de las familias mas ricas a pedir muchas cosas”.
Las comidas se realizaban según un ritmo establecido, Mariquita habla del “general almuerzo” chocolate o café con leche con pan o tostadas de manteca o bizcochos. Se comía a las doce en las casas pobres, a la una en las media fortuna y en las más ricas a las tres, luego la siesta y la cena a las diez u once de la noche.
Nos cuenta Thomas Love (inglés que vivió en Buenos Aires desde 1820 a 1825) “Lo primero que toman es el mate, a menudo en la cama. A las ocho ó nueve se sirve lo que nosotros llamaríamos breakfast, el almuerzo tiene lugar a las dos ó tres, entre las seis y las siete se toma mate, que suele ir seguido de una cena. La moda inglesa de almorzar a la una o las dos de la tarde y comer a las ocho o nueve de la noche, aún no impera en este continente”.
El motivo que se cenara tan temprano en las casas humildes se condice con la luz del día. La iluminación era escasa, solo tenían velas de sebo, estearina, o lámparas (quinqués) alimentadas con aceite.
Daniel Schávelzon, de arqueología urbana, ha excavado en antiguas casas del siglo XVIII y XIX, nos dice que una excavación muy importante, en San Isidro, fue en la Casa de Los Alfaro, donde descubrieron un pozo de basura de 7 mts. Allí encontraron distintos trozos de vajilla, pertenecientes a platos de la época colonial, donde se observa que a principios de siglo XVIII la vajilla era de mayólica gruesa de color marfil, hechas y decoradas a mano y difícil de reponer.
Mariquita cuenta… “La vida era muy triste y monótona. Con el dinero no se podía tener ni aún lo preciso, de modo que las gentes se veían en la necesidad de prestarse unos a otros. Es cierto que había muchas piezas de plata labrada, pero esta era indispensable, porque la loza era muy cara y muy escasa. Aún en la casa del virrey, que aquí era un rey chiquito, el día que había una gran comida o recepción, venía el mayordomo con gran reserva, a las casas de las familias mas ricas a pedir muchas cosas”.
Las comidas se realizaban según un ritmo establecido, Mariquita habla del “general almuerzo” chocolate o café con leche con pan o tostadas de manteca o bizcochos. Se comía a las doce en las casas pobres, a la una en las media fortuna y en las más ricas a las tres, luego la siesta y la cena a las diez u once de la noche.
Nos cuenta Thomas Love (inglés que vivió en Buenos Aires desde 1820 a 1825) “Lo primero que toman es el mate, a menudo en la cama. A las ocho ó nueve se sirve lo que nosotros llamaríamos breakfast, el almuerzo tiene lugar a las dos ó tres, entre las seis y las siete se toma mate, que suele ir seguido de una cena. La moda inglesa de almorzar a la una o las dos de la tarde y comer a las ocho o nueve de la noche, aún no impera en este continente”.
El motivo que se cenara tan temprano en las casas humildes se condice con la luz del día. La iluminación era escasa, solo tenían velas de sebo, estearina, o lámparas (quinqués) alimentadas con aceite.
Daniel Schávelzon, de arqueología urbana, ha excavado en antiguas casas del siglo XVIII y XIX, nos dice que una excavación muy importante, en San Isidro, fue en la Casa de Los Alfaro, donde descubrieron un pozo de basura de 7 mts. Allí encontraron distintos trozos de vajilla, pertenecientes a platos de la época colonial, donde se observa que a principios de siglo XVIII la vajilla era de mayólica gruesa de color marfil, hechas y decoradas a mano y difícil de reponer.
Para fines de siglo XVIII con la revolución industrial, comenzaron a llegar al Río de la Plata los platos de loza, más resistentes con tinte azulado y borde decorado. Pero no eran muy agradables y a partir de 1820 entraron los platos blancos, decorados con floreados, en las mesas de clase alta de la ciudad.
Los vasos y copas eran de vidrio grueso y, generalmente, de segunda categoría (inaceptables en las mesas de Europa). También encontraron unas vasijas, características del siglo XVIII, de cerámica cocida, color marrón que llamaban “escudillas”, traídas por las carretas desde Mendoza, que se usaban entre las piernas, no sobre la mesa, y se utilizaban como recipientes para la comida. Estos elementos eran usados por las clases más humildes o en los suburbios. No se comía con cuchillo y tenedor, solo con cucharas y bebían todos los comensales de un mismo vaso.
No era costumbre cocinar los postres en las casas, para eso se recurría a los negros o negras pasteleras, que iban de casa en casa con su canasta llena de pasteles, cubiertos con una tela de algodón.
Habitualmente se comía frutas de estación, membrillos de Mendoza, arroz con leche y canela, dulce de tomate, batata y zapallo y yema quemada. Se bebía arrope diluido en agua, como si fuera vino.
Nos cuenta Lucio Mansilla, “Las pocas veces que hacían postres en las casas eran frituras de papa con huevo y harina espolvoreados con azúcar molida, salvo en los veranos cuando caía granizo, ese era un momento esperado por todos los niños. El asunto tenía magia y llevaba varios pasos. Primero la diversión de salir corriendo por el patio a juntar todo el granizo que fuera posible y llevarlo de prisa antes que se derritiera hasta la cocina. Allí había un cilindro de madera que tenía adentro otro mas pequeño de metal en el cual se había colocado leche crema batida con huevos, azúcar vainilla y cacao.
En el cilindro mas grande se colocaba el granizo, de manera tal que cuando se girara violentamente la manija exterior del aparato, el cilindro pequeño girara al tiempo que se enfriara y transformase la crema, en una sustancia muy fría que la gente de la época llamaba “helado” y era justo que así lo hicieran porque mas frío que el granizo no había nada, en el tórrido verano de la vieja Buenos Aires”.
En su libro Buenos Aires en los siglos XVIII y XIX. Manuel Bilbao nos dice: …“Antes de 1850 el vino que se bebía en el país era malo, era una especie de mistol de arrope diluido en agua, pero se conocía el buen vino tinto español, el carlon, el priorato, el oporto y el jerez. Los pulperos (españoles insulares que pertenecían a la clase media) vendían aguardiente, ginebra y caña.
También se consumía “la vinagrada” que se tomaba en el café De la Victoria, ó el de Malcos, frente a la iglesia del colegio.
La cocina criolla de nuestros abuelos no tenía los recursos de la culinaria moderna, sin embargo la gente era mas sana. Los platos predilectos eran, el puchero con garbanzos, tomate, humita en chala sábalo de río, la carbonada, el pastel de fuente con recoldo de pichones, los pastelitos fritos. Las ensaladas tenían mas vinagre que aceite, algunas veces se le ponía azúcar y se le servía con el asado de costilla de vaca, que al hacerse, su humo iba hasta la vecindad.”
Daniel Schalvenzon explica en arqueología urbana, que el asado es rural o suburbano, no porteño y es muy posterior a la época colonial. El asado, con o sin cuero, surge en el campo. Los gauchos solían carnear un animal y colocarlo abierto y limpio de visceras, en un hierro en cruz, que luego clavaban en forma vertical en la tierra, donde ya ardían las brasas del fuego. Luego, comían sentados, valiéndose únicamente de su facón, para cortar en lonjas la carne asada que devoraban sin más. Posteriormente a fines de siglo XIX, el gaucho trajo esa modalidad de cocción de la carne, del campo a la gran ciudad.
Nos cuenta Parish en su libro Buenos Aires y las Provincias.
…“Difícilmente se creerá que el agua es un articulo caro a cincuenta varas del Plata. Pero así sucede, la que se saca de la mayor parte de los pozos es salobre y mala y no hay cisternas o fuentes públicas.
Los más pudientes hacen construir “aljibes” en el piso de los patios, en los que se recoge el agua de lluvia de las azoteas planas de las casas, por medio de cañerías y en general se obtiene de este modo lo bastante para el consumo ordinario de la familia.
Pero las clases medias y bajas se ven obligadas a depender de un surtimiento mas escaso, que viene de los aguateros que se ven holgazanamente recorrer las calles con sus grandes pipas que llenan en el río, sostenidas sobre las monstruosas ruedas de las carretas del país y tirada por yunta de bueyes.
Este armatoste pesado y costoso, que hace el agua cara, aún a un tiro de piedra del río más grande del mundo. Generalmente necesitaba que esté asentada por 24 hs para que precipiten todos los sedimentos cenagosos y se aclare para poder tomarla.
Otro método era filtrarla en grandes tinajas de barro cocido. Para mi propio uso, generalmente ponía un pedazo de alumbre en las tinajas de agua para purificarla.”
Los vasos y copas eran de vidrio grueso y, generalmente, de segunda categoría (inaceptables en las mesas de Europa). También encontraron unas vasijas, características del siglo XVIII, de cerámica cocida, color marrón que llamaban “escudillas”, traídas por las carretas desde Mendoza, que se usaban entre las piernas, no sobre la mesa, y se utilizaban como recipientes para la comida. Estos elementos eran usados por las clases más humildes o en los suburbios. No se comía con cuchillo y tenedor, solo con cucharas y bebían todos los comensales de un mismo vaso.
No era costumbre cocinar los postres en las casas, para eso se recurría a los negros o negras pasteleras, que iban de casa en casa con su canasta llena de pasteles, cubiertos con una tela de algodón.
Habitualmente se comía frutas de estación, membrillos de Mendoza, arroz con leche y canela, dulce de tomate, batata y zapallo y yema quemada. Se bebía arrope diluido en agua, como si fuera vino.
Nos cuenta Lucio Mansilla, “Las pocas veces que hacían postres en las casas eran frituras de papa con huevo y harina espolvoreados con azúcar molida, salvo en los veranos cuando caía granizo, ese era un momento esperado por todos los niños. El asunto tenía magia y llevaba varios pasos. Primero la diversión de salir corriendo por el patio a juntar todo el granizo que fuera posible y llevarlo de prisa antes que se derritiera hasta la cocina. Allí había un cilindro de madera que tenía adentro otro mas pequeño de metal en el cual se había colocado leche crema batida con huevos, azúcar vainilla y cacao.
En el cilindro mas grande se colocaba el granizo, de manera tal que cuando se girara violentamente la manija exterior del aparato, el cilindro pequeño girara al tiempo que se enfriara y transformase la crema, en una sustancia muy fría que la gente de la época llamaba “helado” y era justo que así lo hicieran porque mas frío que el granizo no había nada, en el tórrido verano de la vieja Buenos Aires”.
En su libro Buenos Aires en los siglos XVIII y XIX. Manuel Bilbao nos dice: …“Antes de 1850 el vino que se bebía en el país era malo, era una especie de mistol de arrope diluido en agua, pero se conocía el buen vino tinto español, el carlon, el priorato, el oporto y el jerez. Los pulperos (españoles insulares que pertenecían a la clase media) vendían aguardiente, ginebra y caña.
También se consumía “la vinagrada” que se tomaba en el café De la Victoria, ó el de Malcos, frente a la iglesia del colegio.
La cocina criolla de nuestros abuelos no tenía los recursos de la culinaria moderna, sin embargo la gente era mas sana. Los platos predilectos eran, el puchero con garbanzos, tomate, humita en chala sábalo de río, la carbonada, el pastel de fuente con recoldo de pichones, los pastelitos fritos. Las ensaladas tenían mas vinagre que aceite, algunas veces se le ponía azúcar y se le servía con el asado de costilla de vaca, que al hacerse, su humo iba hasta la vecindad.”
Daniel Schalvenzon explica en arqueología urbana, que el asado es rural o suburbano, no porteño y es muy posterior a la época colonial. El asado, con o sin cuero, surge en el campo. Los gauchos solían carnear un animal y colocarlo abierto y limpio de visceras, en un hierro en cruz, que luego clavaban en forma vertical en la tierra, donde ya ardían las brasas del fuego. Luego, comían sentados, valiéndose únicamente de su facón, para cortar en lonjas la carne asada que devoraban sin más. Posteriormente a fines de siglo XIX, el gaucho trajo esa modalidad de cocción de la carne, del campo a la gran ciudad.
Nos cuenta Parish en su libro Buenos Aires y las Provincias.
…“Difícilmente se creerá que el agua es un articulo caro a cincuenta varas del Plata. Pero así sucede, la que se saca de la mayor parte de los pozos es salobre y mala y no hay cisternas o fuentes públicas.
Los más pudientes hacen construir “aljibes” en el piso de los patios, en los que se recoge el agua de lluvia de las azoteas planas de las casas, por medio de cañerías y en general se obtiene de este modo lo bastante para el consumo ordinario de la familia.
Pero las clases medias y bajas se ven obligadas a depender de un surtimiento mas escaso, que viene de los aguateros que se ven holgazanamente recorrer las calles con sus grandes pipas que llenan en el río, sostenidas sobre las monstruosas ruedas de las carretas del país y tirada por yunta de bueyes.
Este armatoste pesado y costoso, que hace el agua cara, aún a un tiro de piedra del río más grande del mundo. Generalmente necesitaba que esté asentada por 24 hs para que precipiten todos los sedimentos cenagosos y se aclare para poder tomarla.
Otro método era filtrarla en grandes tinajas de barro cocido. Para mi propio uso, generalmente ponía un pedazo de alumbre en las tinajas de agua para purificarla.”
Mabel Alicia Crego
Maestra Secretaria
JIC Nº 4 D.E. 6º
Fuentes de la recopilación histórica:
- “Historia gastronómica argentina” Víctor Ducrot
- “Vida cotidiana en Buenos Aires 1800-1860.” Raquel Prestigiacomo y Fabián Ucello
- “Buenos Aires desde su fundación hasta nuestros días” de Manuel Bilbao
- “El matadero” de Esteban Echeverría
- “Buenos Aires Criolla 1820-1850” de Luís Alberto Moreno
- “Memorias” de Lucio Mansilla
- “la Gran Aldea “ de Lucio V. López
- “Recuerdos del Buenos Aires Virreinal” Mariquita Sánchez de Thompson.
- “Buenos Aires y las Provincias de Parish.
- “Cinco años en Buenos Aires 1820-1825” Thomas Love.
- Arqueología urbana- Documentación canal Encuentro Daniel Schavelzon.
- Foto: provista por la autora de la nota - plato de la epoca de la revolucion de Mayo, excavacion realizada por Daniel Schavelzon.
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